La frivolidad de llamarse intelectual
Michelle Roche
Rodríguez
(Nota: Copio este artículo acá porque tiene varios links que pueden ser útiles a quienes quieran referirse a ciertos artículos que cito)
En La
civilización del espectáculo,
Mario Vargas Llosa lamenta que la dictadura de la superficialidad se impusiera sobre
la cultura. “La frivolidad”, escribe, “consiste en tener una tabla de valores
invertida o desequilibrada en la que la forma importa más que el contenido, la
apariencia más que la esencia y en la que el gesto y el desplante –la
representación– hacen las veces de sentimientos e ideas” (página 51). De este “indeseable
efecto”, dice, es culpable la “democratización de la cultura” (35), por eso siente
nostalgia de la época cuando las élites establecían juicios sobre qué es arte y
qué no, antes de que la figura del hombre de pensamiento, el intelectual, se
eclipsara.
Para el lector
no pasa desapercibido que el propio Vargas Llosa se propone como hombre de
pensamiento, quizá el último que queda, como señala Jorge Volpi en otra reseña del libro. Por eso el autor peruano se define como “alguien
que, desde que descubrió, a través de los libros, la aventura espiritual, tuvo
siempre por modelo aquellas personas que se movían con desenvoltura en el mundo
de las ideas y tenían claros unos valores estéticos que les permitirían opinar
con seguridad sobre lo que era bueno o malo, original o epígono, revolucionario
o rutinario, en la literatura, las artes plásticas, la filosofía y la música”
(202).
Resulta exagerado
que, en su diagnóstico atroz de la actualidad y a la par que se propone como
hombre de letras, culpe a Jacques Lacan, Roland Barthes y Michel Foucault,
entre otros, del deterioro de la educación y de la autoridad del profesor, como
hace en el tercer capítulo del libro, “Prohibido prohibir”. Parte de esas ideas
las había leído en un ensayo suyo publicado el año pasado por la revista
mexicana Letras
libres. Además del tono
de superioridad con el que fueron expuestos sus razonamientos, me pareció extraño
que no se preocupara por definir qué entiende por deconstrucción,
estructuralismo o posmodernidad, lo que quizá hubiera facilitado la comprensión
de qué le molesta tanto de sus postulados.
La civilización del espectáculo tiene muchos puntos que merecen
discutirse, pero la dureza de la crítica contra pensadores esenciales del siglo
XX me obliga a detenerme sobre esto. Vargas Llosa no sólo arremete contra el
deconstruccionismo y otras escuelas asociadas con el estructuralismo, sino que llega
a la audacia de tildar de “delirios” a ciertas escuelas teóricas posmodernas y
llamar charlatanes a sus seguidores. Escribe que, por adscribirse a esas
teorías, los intelectuales franceses de mediados del siglo pasado perdieron autoridad:
“no eran serios, jugaban con las ideas y las teorías como los malabaristas de los
circos con los pañuelos palitroques, que divierten y hasta maravillan, pero no
convencen” (87).
Sin embargo, ¿cuáles
son las alternativas que propone el Premio Nobel a los citados pensadores
franceses? Alan Sokal y Jean Bricmon, Gertrude Himmelfarb y Lionel Thrilling. Ellos
sí. Pueden no haber hecho contribuciones tan profundas a la vida contemporánea
como la teoría del espejo de Lacan o la de las estructuras de poder de Foucault,
pero para el autor de La tentación de lo
imposible (2004) merecen aplausos porque desenmascaran a los charlatanes.
La argumentación
de Vargas Llosa parece incompleta. Primero, se abstiene de explicar que el
libro escrito por el matemático Sokal y el físico Bricmont, Imposturas intelectuales (1997), se limita a acusar a algunos
estructuralistas de abusar de ciertos términos provenientes de las matemáticas
sin contextualizarlos. También la apología que hace del trabajo de Himmelfarb
es sospechosa. “[Sus] críticas (…) a los estragos que la deconstrucción ha
causado en el dominio de las humanidades me parecen irrefutables”, escribe pero
no explica qué las hace incontrovertibles (91-92). Tampoco precisa el autor
peruano que Himmelfarb es especialista en la historia de Inglaterra durante el
siglo XIX ni queda muy claro por qué cierra esta sección refiriéndose al
crítico literario Thrilling, que tampoco ofrece alternativas plausibles al
estructuralismo o sus interpretaciones asociadas.
Pienso como
Vargas Llosa que ciertas sociedades se beneficiarían más de una visión menos
superficial de sus problemas y por eso mismo me parece paradójico que el autor
acuse de complicados y oscurantistas los ensayos de Barthes, Lacan o Foucault.
Quizá los halle demasiado intelectuales. Pero, ¿puede alguien que se precie de lector
sagaz despreciar el trabajo de las piedras fundamentales del pensamiento
contemporáneo? ¿No es esto como declararse intelectualmente aislado del mundo?
Título: La civilización del
espectáculo
Autor: Mario Vargas Llosa
Editorial: Alfaguara
Precio: Bs. 200
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